La historia mis queridos niños comienza una mañana de frio y aguacero propio de invierno, cuando el viento de levante, se sentía en la piel, húmedo y desagradable. Las rocas del acantilado eran lugar idóneo para el refugio de palomas silvestres y gaviotas errantes. Pero en días claros, desde allí se veía el mar reluciente, brillante, y el sol parecía posar sobre su superficie, con grandes resplandores. Qué grande es el Señor que hizo tantas maravillas.
Desde aquel balcón rocoso de Benalmádena se veían también a lo lejos, barcos de pescadores que faenaban en alta mar. En la tierra abundaban las huertas de labor, muchas parcelas que se regaba con agua de la sierra, los hombres y casi todas las mujeres trabajaban desde el amanecer hasta la noche, cuidando el ganado y los campos sembrados de viñedos y olivos.
La miseria también acampaba por aquellos lares, como en todos sitios, había mucha necesidad, sobre todo en el plano educativo y sanitario. La gente no sabía –salvo honrados casos- leer ni escribir, y la sanidad se limitaba a un médico que no vivía en el pueblo. Existían curanderos y comadronas, el hospital más próximo estaba en Coín y los farmacéuticos elaboraban sus fármacos en sus propias boticas, de forma artesanal. El Padre nunca nos abandona.
Entonces queridos niños, sucedió un asombroso acontecimiento. Un ave errante que secaba las plumas del aguacero le preguntó a la Virgencita cuya imagen también había recibido aguas del cielo.
-¿Llevas mucho tiempo aquí?
-Uff respondió Ella. Ya ni me acuerdo, antes que el pastor pasó por aquí con sus ovejas…
-¿Unas ovejas? ¿Un pastor? Dijo el ave.
-Si, era un rebaño que pastaba por estas tierras. Respondió la Virgencita.
Y siguió su relato: El muchacho me vio, yo estaba detrás de unas rocas, semi escondida. Pero me descubrió, me tuvo en sus manos y buscó un lugar más visible para mí. Entonces le di las gracias.
El chico quedó tan sorprendido que no quiso decir nada a nadie. Me puso en aquella roca, -señalando a un hueco en la pared- y al día siguiente me trajo una mariposa y un botecito de aceite. Las encendió con un mechero que llevaba. Yo solo dije gracias.
Entonces, se arrodillo y empezó a rezar mientras las ovejas acampaban por ahí.
-Un día me pidió que cuidara de su madre como el cuidaba las ovejas.
-Está malita y muy mayor. Mi mamá, se pasa el día sola, mientras yo cuido del rebaño.
La Virgen le respondió que no se preocupara, que Ella la cuidaría.
El pastor, se le hizo la jornada más larga de su vida, porque quería ver de nuevo a su madre y comprobar su estado de salud. Desde lejos en lo más alto de la sierra de Benalmádena se veía su casa, y a medida que se acercaba veía con claridad, su madre estaba tendiendo la colada a la puerta de su casa, con muy buena movilidad. La abrazó con todas sus fuerzas y sin decir nada bien entrada la noche, volvió a la gruta para darle las gracias a la Virgencita.
Aquella noche se presentó de tormenta, con la lluvia y su chubasquero, encendió su mechero varias veces sin conseguir encender una vela que iluminara el camino. Hasta que un relámpago iluminó el cielo y el pastor vio a la imagen en la gruta. Entonces arreció la lluvia convirtiéndose en una tormenta de relámpagos y truenos. El muchacho quedó allí de rodillas todas la noche.
Su madre había mejorado tanto, que los vecinos le preguntaban si había tomado algún remedio casero o la había visitado un curandero. Ella dijo que no; estaba así porque Dios lo había querido.
Pero en los pueblos las noticias vuelan y pronto todo el mundo sabía lo del milagro de la Virgen con el pastor. Allí empezaron a peregrinar gente de todos lados, también de Mijas, del Arroyo. La gente llevaba mariposas con sus botecitos de aceite, rezaban y pedían cosas.
-¿Qué cosas? Pregunto la avecilla.
-Casi siempre eran por familiares que estaban enfermos, algunos crónicos y moribundos. Yo los curaba a todos. Respondió la Virgen.
-Entonces cómo te llamas?
-Mi nombre es Lourdes soy la luz del mar y las estrellas del cielo. Me ha puesto aquí el Padre para ayudar a la gente, para curar los enfermos, vengan de donde vengan.
Todos los días la gente peregrinaban hasta la gruta a través de un sendero dificultoso, de rocas de acantilado, un lugar francamente difícil para acceder, pero casi siempre había gente, desde los alrededores rezaban rosarios, algunos de agradecimiento por favores ya recibidos y otros como ofrenda a la Virgen.
Vinieron tiempos revueltos, las guerras y las batidas atemorizaban a la gente del pueblo, la Iglesia siempre amenazada. Al llegar la Guerra Civil, se cumplió la profecía y unos fanáticos prendieron fuego a las imágenes de la Iglesia. Durante aquel tiempo los inocentes vecinos, aislados y asustados, solo podían ir a rezar a la Virgen de Lourdes, que se encontraba como siempre en el Retamar.
Hasta allí llegaban madres para pedir por sus hijos que habían llevado al frente; hasta ahí llegaban madres para pedir también por sus marios, abuelos y enfermos del pueblo. No se podía ir a la Iglesia. Solo la Gruta del Retamar alojaba una imagen de la Virgen de Lourdes, algo deteriorada, pero tan guapa y tan llena de gracia.
Ella es la imagen de la Madre de Dios, siempre Virgen. Ella intercede por nosotros que somos sus hijos. Han pasado los años, aunque la imagen no es la misma, si es el lugar sagrado, hoy rodeada de vegetación, flores y un altar que bendijo el carismático Sacerdote don Francisco Molina, lo convierte en un Santuario.
¿Chicos, les gustó la historia?